lunes, 1 de agosto de 2011

~ El teorema de Pitágoras ~

La maté porque era mía, se dijo varias veces mientras llenaba la pizarra de fórmulas y pensaba lo mucho que iba a costarle limpiar todas esas manchas del suelo. Por más que la repitió, con el mismo tono y apostura que aprendiera en decenas de películas, aquella frase estaba muy lejos de aportar un mínimo de significado a lo que acababa de ocurrir. No había forma humana de entenderlo, si es que tenemos en cuenta, claro está, los antecedentes. Se querían. Con la pasión de dos adolescentes, según ella, lo que complicaba aún más las cosas. Él pensó que con equilibrar los sentimientos de ambos sería suficiente para resolver la ecuación de la felicidad, sin que la variable T (tiempo) entorpeciera el cálculo. Una simple y elegantísima relación basada en la bidireccionalidad y la retroalimentación: un círculo perfecto, fluido, libre de ángulos que interrumpiesen el sereno discurrir del cariño. Pero seis meses en el extranjero desarrollando su tesis condicionó la estabilidad de la otra variable f (fidelidad), y con ella un elemento externo vino a descuadrar su paraíso de armónica geometría, convirtiendo el círculo en un amargo y frágil triángulo. Por tanto, habida cuenta de lo anterior, si aplicamos el consabido teorema obtenemos que la suma de los cuadrados de los amantes es igual al cuadrado de la puntería de la pistola, que es también igual al suicidio. Es la única explicación lógica, pensó, y ya no tuvo que preocuparse más por las manchas.

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