El ciego viajó a Egipto, paseó entre la profusión de eternidades aprisionadas en la gran pirámide de Gizeh, sintió cierto espanto de hallarse frente a un coloso invisible, calladamente se inclinó sobre la frontera del erial, tomó un puñadito de oro, lo dejó caer un poco más allá y, aliviado, susurró para sí: estoy modificando el Sáhara. Un dato importante falta en la narración. Aquel hombre, en aquel instante mínimo, descubrió el Café Desierto. Un café más allá de los siglos que la arena filtra para degustar el auténtico sabor de la Historia.
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