viernes, 23 de septiembre de 2011

Su casita de pan


Poco después, el despertador chillaba. María abría los ojos y la sonrisa. Lo había vuelto a conseguir. Había dado, en su etérea vigilia, con otra receta para escribir en su grimorio lleno de precios.

Así, con un tinte cálido en su sonrisa y un beso de oro impreso en su frente, María comenzaba un nuevo día, abandonando a su suerte su zapatilla izquierda mientras correteaba amparada por un sol de luces vagas hacia su tan esperado destino: la panadería.

Y al llegar a la panadería, envuelta en su manto de plata blanca, comenzó a darle forma a sus sueños, moldeando con harina cada detalle de ese pan. Fueron días el tiempo que estuvo la luna velando por su sueño mientras ella trabajaba en su obra culminante. Hasta que, en una de esas noches, una bromista esquirla escapó desde el cielo del recinto, empapando con masa de pan las flores de la cumbre de María. La muchacha, con una mezcla de jolgorio e indignación decidió añadir aquella florecilla maculada a su obra.

Por fin, a las tres de la mañana del octavo día, pudo ponerle precio a su nuevo pan. Se alzaba, al lado de su panadería, una copia detallada de la misma. El sol se reflejaba en sus paredes, como un horno celeste, mientras maría clavaba el cartel:

“Panadería a escala real, totalmente comestible. Precio de venta al público: mi corazón.”

Fueron largos los años hasta que alguien, por fin, consiguió conquistar a la joven panadera. Desde entonces la panadería se ha mantenido en pie, solventando las grietas con distintos artículos de fantasía juvenil: caramelos, chocolate o azúcar moreno, y pasando por las manos de distinguidos dueños, como la bruja del cuento de Hansel y Gretel. Pero, lamentablemente, esa es otra historia que se tendrá que contar más adelante.


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