miércoles, 21 de septiembre de 2011

El secreto más codiciado

Pero he aquí que el pistacho era amargo y no quiso salir de la cáscara a las seis cincuenta y siete de aquella tarde, por lo que su rosario se desintegró formando parte de la masa, y con el grito de dolor al perderlo una oración se le escapó de los labios. Algo sagrado había ya en el pan, y también algo de sangre y una lágrima. Pero ni esos ingredientes, ni su proporción ni su mezcla eran cosa del azar, sino de un minucioso y sublime estudio.

En la mesita de noche de María, torre mora desde la que avistar malos sueños, callado y transparente descontaba horas y recuerdos un reloj de harina; milagro de cristal que encerraba, por capricho de unos ojos demasiado oscuros, ese blanco desierto donde el tiempo aún protege la inocencia. Hasta allí quiso llegar, de puntillas casi, el ángel que en el paraíso atendía la tahona, y que en la tierra, como todos los demás, esperaba su turno para llevarse el calor de un pan que nunca duraba para siempre. La miraba dormir como quien da en un espejo, después de mirarse muchos años, con la primera diferencia, y comienza a intuir lo injusta que es la vida.

Debe haber, murmuraba en su lenguaje celeste, muy bajito para no despertarla, debe haber, a pesar de todo, un secreto en esta chiquilla, en sus manos, tal vez en la yema de sus dedos, o en el pasillo menos transitado de su corazón, que la haga capaz de atrapar los días y las noches, un pedacito de ocaso y toda la aurora en un simple bocado de masa, agua y sal. ¿Dónde está el hueco en la reja -inquiría el ángel- por el que te colaste en nuestro mundo para robarnos la Divina Receta y compartir con los mortales Lo Que No Debe Ser Horneado? Estrecho es el pasadizo de tu audacia, jovencita Prometeo, ya que al irte nos dejas en las nubes, junto a la promesa de tu ausencia, una procesión de zapatos izquierdos. Dime, mi niña, ¿cuándo vendrás a mi tienda para despachar conmigo?

Y como cada noche, como en cada sueño, no había respuesta. Desplegaba las alas tiznadas de carbón, la besaba en la frente y giraba una vez más el reloj sin arena. Poco después, el despertador chillaba. María abría los ojos y la sonrisa. Lo había vuelto a conseguir.

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