domingo, 24 de julio de 2011

~ Contrarreloj ~

Desde pequeño ya le fascinaba ese agujerito que los volúmenes de la biblioteca (los del anaquel más alejado del suelo) tenían en la parte baja del lomo, semejante a una pequeña cerradura. Mucho más le confudió, cuando fue capaz de alcanzarlos en la juventud, abrir las páginas y encontrarlas desiertas, vacías de símbolos e historias. El abuelo no aclaró nunca aquel enigma. Murió, como muere cualquiera, y en un sobrecito lacrado le legó una llavecita de oro. Durante algunos días probó suerte puerta a puerta en la antigua mansión familiar, a la espera de una respuesta o de otro misterio, pero ninguna cedió. Se dio cuenta entonces de que no se trataba de una llave, sino de una clavija. Como movido por un impulso infantil, negándose a razonar, tomó uno de los libros, insertó la clavija y la giró y giró hasta llegar al tope. Luego echó un vistazo. Las palabras estaban allí, llenas de polvo como si nadie las hubiese leído en mucho tiempo, formando la hipnótica trama. A la noche, cuando volvió a dar cuerda al libro, el argumento había cambiado. Lo mismo ocurrió la siguiente noche. Pronto descubrió que no había en la biblioteca una historia que durase para siempre. Pronto descubrió que no hacía falta la biblioteca para leer todos los libros.


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